abril 09, 2011

Tareas de la escuela

Para la escuela tradicional, que sean muchos en el aula responde a una necesidad de alcance masivo, y no de encuentro grupal. Encuentros que no son: estamos ahí pero no nos conocemos, no nos comunicamos, no estamos para eso.
Se dice que hay cosas más importantes de aprender, aunque no se entienda porqué. Y así nos vamos formando en el desencuentro. No nos enseñan matemáticas, eso se olvida; nos enseñan a hacer caso, a no charlar con el compañero mientras habla el profesor, así nos irá bien.
Aprender es secundario, nos preocupa aprobar. Elaboramos estrategias para cumplir con la consigna, para descifrar qué quiere el profesor, para recordar la respuesta correcta; tenemos que terminar la escuela o tenemos que recibirnos para poder hacer cosas sin necesaria relación con todo aquello exigido para obtener el título habilitante. La cuestión es zafar del sinsentido, porque nosotros no decidimos los cambios. Eso nos queda también, cuando nos olvidamos lo que nos enseñaron en la escuela: las cosas las deciden otros, obedecé con una sonrisa. Cuando te pidan que sonrías.
La educación de los nadies: soportar porque sí, complacer al que pone la nota, recordar lo que se evalúa (hasta la evaluación), aguantar las ganas de charlar y de mear hasta el recreo, responder las preguntas que ya tienen respuesta con miedo a equivocarse, no murmurar porque molesta a los que quieren aprender; y quedan pospuestos sueños e ideas y encuentros porque no alcanza el año para terminar con este currículum que mandan de arriba y tiene que dictarse y escribirse, qué le vamos a hacer.
Algo debe esconder esta persistencia en acumular información irrelevante que nos impide tener tiempo para animarnos a hablar, para descubrirnos pensando y haciendo, para aprender preguntando, intentando, creando, compartiendo. O quizás no, quizás no queda más que tradiciones y restos de viejos proyectos y caprichos y comodidad y pocas ganas de pisar en lo incierto. Y la impotencia de los que no sabemos por dónde empezar, ni con quién.
¿Hace cuánto se habla de esto sin cambiar nada? ¿Para qué sirve tanta altura académica si las persianas están cerradas a los problemas de los nenes de verdad, si mis compañeros van dejando la carrera y no estamos dispuestos a preguntarnos porqué nuestra universidad fracasa? ¿Aprenderemos en este sistema educativo a que nosotros, las personas, valemos algo? Porque no parece ser un objetivo. “Como Che Guevara de volante de pizzería”, dicen Las manos: sin el ejemplo, las fotocopias y el discurso universitario son chamuyo, aunque académico.
También este positivo altar desde donde se nos presenta la ciencia, verdad hasta que rigurosa y científicamente se demuestre lo contrario, nos sugiere no ir pensando en voz alta. ¿Qué le puede importar a “la ciencia” los difusos sentimientos y pareceres de algunos estudiantes, que ni citan autores reconocidos para atreverse a hablar?
Podría ser distinta la construcción del conocimiento, se me ocurre. Plantearnos problemáticas o proyectos (sentidos) y que los autores y los docentes sean uno más reflexionando con nosotros, en ese arriesgarse del pensar y del hacer tan diferente al saber donde poco valemos y poco construimos, sin tanto control y dejando nacer la creatividad.
Sería injusto dar a entender que nada pasa para asumirnos como sujetos, pero es cierto que faltan espacios para pensar para qué estamos, para encontrarnos a crear y a intentar, para que lo que imaginemos pueda expresarse y así valer, para aprender a confiar y a usar nuestra palabra, para decidir sin esperar a que avalen los representantes. Y no es verdad que podamos hacerlo de manera independiente sin dedicarnos menos a las exigencias universitarias, que por varias razones terminan siendo prioridad.
Pero, como dice Silvio, creamos en lo imposible, que de lo posible ya vimos demasiado.

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