Una nota anónima anda por las casas de Rivera.
Esta escrito algo de lo que todos saben, pero nadie dice. Se desparraman las fotocopias por todos lados, y se siguen fotocopiando; parece la manera que tiene el pueblo de decir, un poco más alto que en asados o peluquerías, que se da cuenta de lo que pasa, aunque parezca callado y no haga nada.
Así lo dicen todos, sin que se pueda culpar a alguien, o pedirle que pruebe lo que parece evidente, o recordarle que se le hizo un favor, o menospreciarlo por quien es sin hablar de lo que denuncia, o sugerirle que no descuide su trabajo.
Lo dicen todos sin una voz que se anime a decir su nombre, sólo manos repartiendo lo que nadie dice pero lo que todos acuerdan.
Bah, todos. Algunos, bastantes.
Pero esto no sólo pasa cuando se trata de Gutt y sus (¿cuántos años ya?) de esta forma de hacer política. Esto: lo de ser un pueblo que sabe, y se calla la boca, dejando hacer.
¿Qué otras cosas callarás, Rivera? ¿Cuántas más?
¿De cuánta corrupción (y no nada más política), de cuánto maltrato infantil, de cuánta prostitución adolescente, de cuánto trabajo en negro, de cuánta injusticia cotidiana, de cuánta desigualdad social serás cómplice con tu indiferencia, con tu silencio, con tu egoísmo, con tu miedo?
Es la costumbre de gran parte del gran pueblo argentino salud, que se queja sin comprometerse y sin ser ejemplo (alabado sea el chanta, la viveza criolla), impuesta por el no te metás la casa está en orden, entremos al primer mundo siguiendo sus recetas que venden al estado quiebran cooperativas y nos llenan de pobres, y que viva la patria y Perón y Malvinas y el campo y el Che y el gol de Maradona y Tinelli sin contradicción (aunque el Che no tanto), porque somos argentinos los mejores del mundo, el país del futuro que nunca llega (que nunca es hoy) porque siempre algún otro nos caga. Nosotros, argentinos, nada que ver con que las cosas sean como son. Si yo no lo voté.
Y ese miedo a hablar de los que se dan cuenta, de los que les duele, de los que quisieran decir y terminan callados. Miedo hasta de preguntar nomás si las cosas no podrían (no deberían) ser diferentes. Miedo a que te señalen, a que hablen de vos sin vos, a que te miren diferente, a que te esquiven, a que no te escuchen, a que no te entiendan, a que te dejen solo aún diciendo lo que todos saben, como ya más de una vez en nuestro pueblo pasó.
Ojalá, si vamos a pedirle a los políticos que sean honestos, que nosotros también lo seamos. Nosotros todos, cada persona del pueblo.
Y que se pueda decir lo difícil de escuchar, para poder encontrarnos sin la tranquilidad aparente de la sonrisa falsa.
Pero, y también ojalá, no votemos por honestidad. Pensemos, ilusionémonos con proyectos, ideas, planteos, no con caras. Con qué se propone para terminar con la pobreza, para que vuelvan los jóvenes, por decir. Por cuánto importa la cultura, la participación, y cuánto la gestión en el municipio.
Claro que la honestidad será fundamental para creer en las palabras de quienes se animen a firmar lo que escriban, lo que prometan, lo que esperan, lo que no deberían callar; aunque el pueblo no acompañe y siga quieto.
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