El desafío es, como fue y será, llenar de sentido nuestras rutinas, despertar esperanzas en lo que hacemos, compartir y construir juntos nuestro pueblo. Suena evidente, pero estamos lejos incluso de plantearnos si la manera en que vivimos es la manera en que queremos vivir.
No es casual; entre milicos traicioneros y predicadores de la desesperanza nos cortaron las ganas de soñar, la capacidad de imaginar. Nos hicieron creer que no hay otro mundo posible. Y este mundo, nuestras vidas, se fabrican en serie y sin preguntarnos, ni siquiera pensamos en ser algo distinto a lo que nos exigen ser: autómatas sin sueños, marionetas del mercado, consumistas sin alegría, repetidores de los medios, nacionalistas de mundiales, indiferentes al vecino, conformistas de rutinas sin sentido, seguidores de lo trivial. La mentira es tan eficaz que hasta creemos no ser lo que somos. Que nadie se atreva a cuestionar, y a cuestionarse, es la primer orden que debemos desobedecer.
Hay algunas herramientas. Digo algunas, hay miles.
Recuperar nuestra historia, que perdimos hace tiempo, es una. Sin engañarnos con anécdotas y fechas, encontrar esa historia llena de pasiones, de luchas, de ideales que cuestan sonrisas y lágrimas; escritas en el viejo libro Pioneros, ocultas en las voces de quienes la vivieron.
Nuestro pueblo fue fundado por judíos perseguidos que se atrevieron a creer que en estas tierras crecer libres era posible; un pueblo disperso y excusa de los fracasos de cobardes que nunca se limitó a sobrevivir, a escapar: el sentido de su vida y su resistencia fue construir identidad, basada en la comunidad, en la memoria, en el educar. Una cultura generada por su gente, con el actuar moral como promesa de tiempos mejores, que cuestiona constantemente su lugar en el mundo y llega a reclamarle al dios que inventó, que pretende ser ejemplo sin caer en la soberbia de no verse influenciado, que en el cooperativismo de las colonias demostraba su solidaridad. Ya no quedan muchos gauchos judíos por acá, ¿cuál es nuestra cultura, hoy? Aquellos valores se rebelan ante el vacío que nos domina.
Conocer nuestra historia es, también, darse cuenta de que nosotros la construimos; comprometidos o indiferentes, ilusionados o resignados.
La otra es la política. Palabra prohibida en las conversaciones cotidianas, para bien de los que tienen el poder de decidir por nosotros. Por una dictadura que hizo desaparecer a quien cuestionara, en palabras de chantas que escupen falsas promesas para simular su corrupción, la política se convirtió en una abstracción extraña a la vida de las personas. Y con ella calla nuestra posibilidad de alcanzar sueños comunes, de pensarnos como algo más que individuos aislados.
Las relaciones de poder siguen ahí: en la escuela manda el director, en el campo el patrón, en el distrito los políticos. La democracia es un chiste si el debate político pasa por una cuidadosa administración e ignora la pobreza, la falta de fuentes de trabajo, que los jóvenes no quieren volver. No hay muchas oportunidades para elegir qué hacer, pero no hacemos mucho por generarlas.
Nada sirve si no hay personas dispuestas a cambiar un mundo que intenta aplastarnos con sus modelos vacíos, su materialismo como espejismo de felicidad, individualismo como exponente de una libertad para pocos.
Son nuestros pueblos y es nuestra historia: no será nada que no hagamos nosotros.
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